Principales síntomas de la enfermedad
Los síntomas de la displasia fibrosa pueden variar considerablemente de una persona a otra. En algunos casos la enfermedad se mantiene silenciosa durante años, sin causar molestias evidentes. En otros, los signos aparecen desde la infancia y afectan de forma significativa a la movilidad, la estructura ósea o el bienestar general.
El síntoma más habitual es el dolor óseo persistente, que no siempre se relaciona con un golpe o lesión reciente. Este dolor suele localizarse en el área afectada y puede empeorar con el esfuerzo físico o al final del día. En niños, a menudo se confunde con dolores de crecimiento o molestias musculares.
A medida que la enfermedad avanza, pueden aparecer otros signos que ayudan a identificarla:
- Fracturas óseas espontáneas o con traumatismos leves, debidas a la fragilidad del hueso afectado.
- Deformidades progresivas, como curvaturas anómalas en piernas, brazos o columna, que se acentúan con el crecimiento.
- Asimetrías en la cara o el cráneo, cuando la displasia afecta a los huesos craneales, lo que puede ocasionar también alteraciones visuales o auditivas.
- Retrasos en el crecimiento o desigualdad en la longitud de las extremidades, especialmente si hay varios huesos implicados.
En los casos relacionados con el síndrome de McCune-Albright, pueden presentarse además:
- Manchas pigmentadas en la piel (color café con leche), con bordes irregulares, generalmente en un solo lado del cuerpo.
- Alteraciones hormonales, como pubertad precoz en niñas o problemas endocrinos en la edad adulta.
Es importante destacar que no todos los síntomas aparecen a la vez ni con la misma intensidad. Por eso, ante la aparición de dolor óseo repetido, fracturas sin motivo claro o cambios visibles en la estructura corporal, conviene acudir a un especialista para valorar posibles causas como la displasia fibrosa.
¿Cómo se diagnostica?
El diagnóstico de la displasia fibrosa no siempre es inmediato, especialmente cuando los síntomas son leves o inespecíficos. Muchas veces se detecta de forma accidental al realizar una prueba de imagen por otro motivo. Sin embargo, cuando hay dolor persistente, deformidades o fracturas frecuentes, es fundamental realizar una evaluación médica detallada para confirmar el origen del problema.
El primer paso es siempre la valoración clínica. El médico explora el área afectada, pregunta por antecedentes personales y familiares, y analiza la evolución de los síntomas. Si hay sospecha de displasia fibrosa, se solicitan pruebas específicas para observar el estado del hueso.
Las pruebas más utilizadas son:
- Radiografía simple: es la herramienta inicial. Muestra imágenes características del hueso afectado, como zonas de aspecto “vidrioso” o trabeculado irregular. Suele ser suficiente para orientar el diagnóstico cuando la afectación es clara.
- Resonancia magnética (RM) o Tomografía computarizada (TAC): ofrecen más detalle sobre la localización exacta de la lesión, su extensión y su relación con estructuras cercanas. Son útiles si hay afectación en la columna, pelvis o cráneo.
- Gammagrafía ósea: ayuda a detectar si hay múltiples zonas afectadas, lo que indicaría una forma poliostótica.
- Biopsia ósea: no siempre es necesaria, pero puede solicitarse si hay dudas o si se quiere descartar otras enfermedades como tumores óseos. Consiste en extraer una pequeña muestra del hueso para su análisis al microscopio.
En casos en los que se sospecha un síndrome asociado, como el síndrome de McCune-Albright, también pueden pedirse análisis hormonales y pruebas genéticas específicas para confirmar la alteración en el gen GNAS.
Cuanto antes se confirme el diagnóstico, más fácil será planificar un tratamiento adecuado y evitar complicaciones futuras. Por eso, ante cualquier sospecha, lo mejor es acudir a un especialista en traumatología o enfermedades óseas raras.
¿Qué tratamiento tiene?
Aunque la displasia fibrosa no tiene cura definitiva, existen múltiples opciones terapéuticas que permiten aliviar el dolor, prevenir complicaciones y mejorar la calidad de vida. El enfoque del tratamiento depende de varios factores: la edad del paciente, la cantidad y localización de los huesos afectados, la gravedad de los síntomas y la aparición de fracturas o deformidades.
En muchos casos leves, especialmente en la forma monostótica, puede bastar con un seguimiento periódico y recomendaciones para proteger la zona afectada. Pero cuando los síntomas son más evidentes o interfieren con la actividad diaria, se pueden aplicar diversas medidas terapéuticas.
Las principales opciones de tratamiento incluyen:
- Control del dolor: con analgésicos o antiinflamatorios no esteroideos (AINEs), sobre todo en fases de mayor sensibilidad o tras una fractura.
- Bifosfonatos: medicamentos como el alendronato o el pamidronato que ayudan a reducir la actividad de las células que destruyen hueso y pueden aliviar el dolor. Se administran por vía oral o intravenosa, según el caso.
- Fisioterapia: resulta clave para mantener la movilidad, prevenir la rigidez articular y fortalecer la musculatura que rodea al hueso afectado. Siempre debe ser personalizada.
- Cirugía ortopédica: se reserva para situaciones más complejas, como fracturas frecuentes, deformidades importantes o compromiso funcional. Puede implicar la colocación de placas, clavos intramedulares o incluso injertos óseos.
- Tratamiento endocrinológico: en los casos asociados al síndrome de McCune-Albright, es importante controlar los desequilibrios hormonales, ya que estos pueden empeorar la progresión de la enfermedad ósea.
Además del tratamiento activo, es fundamental realizar controles regulares para valorar la evolución de las lesiones, detectar a tiempo posibles complicaciones y ajustar las pautas terapéuticas.